El papel de los medios de difusión en la política contemporánea nos obliga a preguntar en qué clase de mundo y en qué clase de sociedad queremos vivir, y en particular cómo concebimos la democracia cuando decimos que queremos que
ésta sea una sociedad democrática. Me permitirán que empiece por contraponer dos concepciones diferentes de la democracia. Una concepción de la democracia sostiene que una sociedad democrática es aquella en la que el público dispone de los medios necesarios para participar de forma significativa en el gobierno de sus propios asuntos y en la que los medios de información son abiertos y libres. Si buscan la palabra «democracia» en el diccionario, encontrarán una definición parecida a la que acabo de hacer.
Otra concepción de la democracia dice que debe impedirse que el público gobierne sus propios asuntos y que los medios de información deben someterse a un control estricto y rígido. Puede que parezca una forma extraña de concebir la democracia, pero es importante entender que es la que impera. De hecho, lleva mucho tiempo imperando, no sólo en la práctica, sino también en la teoría.
Hay una larga historia que se remonta a las primeras revoluciones democráticas modernas en la Inglaterra del siglo XVII y que expresa en gran parte este punto de vista. Voy a limitarme al período moderno y a decir unas cuantas palabras sobre cómo evoluciona esta idea de la democracia y por qué y cómo entra en este contexto el problema de los medios de difusión y la desinformación.
La primera operación de propaganda gubernamental moderna tuvo lugar durante la presidencia de Woodrow Wilson, que fue elegido en 1916 con un programa electoral cuyo lema era «Paz sin victoria». Ocurrió en plena primera guerra mundial. La población era sumamente pacifista y no veía ningún motivo para intervenir en una guerra europea.
En realidad, la administración Wilson estaba comprometida con la guerra y tenía que hacer algo al respecto. Con tal fin, creó una comisión de propaganda gubernamental, la Comisión Creel, que en el plazo de seis meses logró convertir una población pacifista en una población histérica y belicista que quería destruir todo lo alemán, despedazar a los alemanes, ir a la guerra y salvar al mundo. Fue un logro importante que dio origen a otro.
En aquel tiempo y después de la guerra se emplearon las mismas técnicas para provocar una alarma histérica ante la Amenaza Roja, como la llamaron, que casi logró destruir los sindicatos y la libertad de pensamiento político. La campaña recibió mucho apoyo de los medios de difusión y del empresariado, que, de hecho, organizó e impulsó gran parte de esta tarea, y fue, en general, un gran éxito.
Entre los que participaron de forma activa y entusiasta en la guerra de Wilson estaban los intelectuales progresistas, gente del círculo de John Dewey, que se enorgullecían mucho, como se nota en sus escritos de entonces, de haber demostrado que lo que llamaban «los miembros más inteligentes de la comunidad», a saber, ellos mismos, podían empujar a una población pacifista a la guerra por medio del terror y provocando un fanatismo patriotero.
Los medios que se utilizaron fueron abundantes. Por ejemplo, se dijeron muchas mentiras sobre supuestas atrocidades cometidas por los «hunos» (nombre despectivo que los aliados daban a los alemanes en la primera guerra mundial): arrancaban los brazos de los bebés belgas y perpetraban toda suerte de cosas espantosas que todavía se leen en los libros de historia.
Gran parte de estas historias la inventó el Ministerio de Propaganda británico, cuya misión en aquellos momentos, como se dijo en sus deliberaciones secretas, era «dirigir el pensamiento de la mayor parte del mundo».
Pero más importante era el deseo de controlar el pensamiento de los miembros más inteligentes de la comunidad en Estados Unidos, que luego, al diseminar la propaganda que inventaban los ingleses, harían que el país pacifista fuera presa de histeria bélica. Dio resultado.
Dio muy buen resultado. Y enseñó una lección: la propaganda estatal, cuando recibe el apoyo de las clases cultas, y cuando no se permite ninguna desviación respecto de ella, puede surtir un gran efecto. Fue una lección que aprendieron Hitler y muchos otros y que todavía se sigue.
Otro grupo al que impresionaron estos éxitos fueron los teóricos democráticos liberales y figuras destacadas de los medios de difusión como, por ejemplo, Walter Lippmann, que era el decano de los periodistas norteamericanos, importante crítico de la política interior y exterior y también importante teórico de la democracia liberal.
Lippmann tomó parte de estas misiones propagandísticas y reconoció sus logros. Arguyó que lo que él llamaba «revolución en el arte de la democracia» podía utilizarse para «fabricar consenso», esto es, para lograr que el público estuviera de acuerdo con cosas que no quería, utilizando a tal efecto las nuevas técnicas de propaganda.
También pensaba que era una idea buena, de hecho, necesaria. Era necesaria porque, como dijo, «los intereses comunes están totalmente fuera del alcance de la comprensión de la opinión pública» y sólo puede comprenderlos y dirigirlos una «clase especializada» formada por «hombres responsables» que tienen la inteligencia suficiente para resolver los asuntos.
Esta teoría asevera que sólo una pequeña elite, la intelectualidad de la que hablaban los partidarios de Dewey, puede comprender los intereses comunes, lo que nos importa a todos, y que estas cosas «no puede comprenderlas el público en general». Es un punto de vista que se remonta a centenares de años. También es un típico punto de vista leninista.
De hecho, se parece mucho a la idea leninista según la cual una vanguardia de intelectuales revolucionarios tomará el poder del Estado, utilizando las revoluciones populares como la fuerza que los lleve al poder estatal, y luego conducirá a las masas estúpidas hacia un futuro que dichas masas son demasiado tontas e incompetentes para imaginar por sí mismas.
Tal vez habrá una revolución popular que nos colocará en el poder estatal: o tal vez no la habrá y en tal caso sencillamente trabajaremos para la gente con verdadero poder: el empresariado. Pero haremos lo mismo. Conduciremos a las masas estúpidas hacia un mundo que no pueden comprender por sí mismas porque son demasiado tontas.
En el decenio de 1920 y comienzos del de 1930, Harold Lasswell, el fundador del moderno campo de las comunicaciones y uno de los principales científicos políticos norteamericanos, explicó que no deberíamos sucumbir a «dogmatismos democráticos que afirman que los hombres son los mejores jueces de sus propios intereses».
Porque no lo son. Nosotros somos los mejores jueces de los intereses públicos. Así pues, por una sencilla cuestión de moral normal y corriente, debemos asegurarnos de que no tengan la oportunidad de actuar basándose en sus errores de juicio. Esto resulta fácil en lo que hoy día se llama un Estado totalitario, o un
Estado militar. Te limitas a amenazarlos con una cachiporra y, si se desvían, los atizas en la cabeza. Pero esto deja de ser posible cuando la sociedad se vuelve más libre y democrática.
Por consiguiente, tienes que recurrir a las técnicas de la propaganda. La lógica es clara. La propaganda es a una democracia lo que la cachiporra es a un Estado totalitario. Es un sistema sabio y bueno porque, como he dicho, el rebaño desconcertado no comprende los intereses comunes. No los entiende.
Fuente: Introducción al Estudio de la Comunicación de la U de Londres