Introducción
Absolutismo, sistema político en el que se confiere todo el poder a un solo individuo o a un grupo. Hoy el término se asocia casi en exclusiva con el gobierno de un dictador. Se considera el polo opuesto al gobierno constitucional de sistemas democráticos. El absolutismo se diferencia de éstos en el poder ilimitado que reivindica el autócrata, en contraste con las limitaciones constitucionales impuestas a los jefes de Estado de los países democráticos.
El desarrollo del absolutismo moderno comenzó con el nacimiento de los Estados nacionales europeos hacia el final del siglo XV y se prolongó durante más de 200 años. El mejor ejemplo se encuentra, quizá, en el reinado de Luis XIV de Francia (1643-1715).
En la historia de España pueden distinguirse dos clases de absolutismo; el primero, a imagen del que rigiera durante siglos en otros países europeos, se fundamentó en la concepción presidencialista del poder; el segundo, que marca una línea divisoria en el ámbito sociopolítico, se mostró permeable, a partir del siglo XVIII, a las ideas de los pensadores ilustrados y adoptó modos políticos paternalistas que fueron llamados despóticos.
En América Latina el absolutismo ha sido una constante política a lo largo de los dos siglos transcurridos desde su independencia. Durante el siglo XIX predominó un absolutismo de carácter conservador, campesino y latifundista, representante de las oligarquías criollas más tradicionalistas.
En la actualidad existen gobernantes absolutistas en muchos países, entre los que se encuentran algunos de los Estados comunistas que han perdurado y algunos otros en Oriente Próximo y en África.
Principios del absolutismo
El poder es de carácter divino: la autoridad del Rey fue designada por Dios y solo a éste le debe rendir cuentas.
La iglesia quedo supeditada al monarca o bien como un poder aparte.
El rey tiene un trato paternal con el pueblo.
La autoridad del rey es absoluta, no debe pedirle permiso ni al Parlamento (cortes o estados generales) ni a los nobles para tomar decisiones.
La autoridad del rey está sujeta a la razón.
El rey es la ley.
El absolutismo de Luis XIV
A la muerte del cardenal Mazarino en 1661, Luis XIV anunció que en lo sucesivo él sería su propio primer ministro. Durante los siguientes 54 años, gobernó Francia personal y conscientemente, y se estableció a sí mismo como modelo del monarca absolutista que gobernaba por derecho divino.
A principios de su gobierno en solitario, Luis XIV estableció la estructura del estado absolutista. Organizó un número determinado de consejos consultivos y, para ejecutar sus instrucciones, los dotó de hombres capaces y completamente dependientes de su persona.
La demanda de los parlamentos provinciales de un veto sobre los decretos reales se silenció totalmente. Los nobles potencialmente peligrosos, por ser descendientes de la antigua nobleza feudal, quedaron unidos a la corte a través de cargos prestigiosos pero de carácter ceremonial, que no les dejaban tiempo libre para su actividad política.
La burguesía se mantuvo políticamente satisfecha con la garantía de orden interno que le ofrecía el gobierno, el fomento activo del comercio y la industria y las oportunidades de hacer fortuna explotando los gastos del Estado.
Luis XIV y la Iglesia
El rey, gracias al poder de nombrar a los obispos, consiguió un dominio firme sobre la jerarquía eclesiástica. El monarca gobernaba como representante de Dios en la tierra, y la obediencia del clero le proporcionó la justificación teológica de su derecho divino. Un movimiento disidente, el jansenismo, que se desarrolló en el siglo XVII, constituyó una amenaza política por el énfasis que daba a la supremacía de la conciencia individual, por lo que Luis luchó contra él desde sus comienzos.
Características del absolutismo
Las principales características del absolutismo son la existencia de una monarquía única, vitalicia, hereditaria y supuestamente teocrática, además de la existencia de una centralización y una concentración de poderes, esto es, en la que el rey se legitimaba en virtud de la voluntad de Dios
La posibilidad de revocar esa voluntad era inexistente en las monarquías europeas, al existir la justificación teológica según la cual Dios no cambiaba de parecer. La principal consecuencia de la monarquía teocrática era que, al ser la voluntad de Dios la que elegía al monarca, éste se hallaba legitimado para asumir todos los poderes del estado sin más limitación que la propia ley de Dios.
De acuerdo con Richelieu, que teorizó sobre el absolutismo durante una época plagada de disturbios, los súbditos del monarca, incluyendo a los nobles, debían limitarse a obedecer los designios del mismo, concibiendo las relaciones entre el poder y el pueblo como unas relaciones verticales, de total subordinación.
Richelieu argumentaba que sólo así podía el monarca garantizar el bienestar del pueblo, y asumía la teoría platónica de que la justicia del Estado se basaba en que cada parte se dedique únicamente a su cometido y evite mezclarse en los asuntos de las demás.
En la práctica, no obstante, esta opinión tan extrema fue irrealizable: en el contexto europeo, la monarquía absoluta había evolucionado desde el feudalismo, por lo que en la práctica sobre la voluntad del monarca pesaban multitud de limitaciones de índole feudal, como privilegios nobiliarios y eclesiásticos, estatutos seglares y territoriales, fueros.
Así, en la teoría absolutista europea, tal y como la analiza Montesquieu, aunque el monarca dictaba todas las leyes de acuerdo a sus intereses, que se confundía con los del Estado, los grupos privilegiados, esto es, los nobles, se erigían en consejeros y ayudantes directos del rey en sus decisiones.
Los tribunales de justicia (los “parlamentos” en Francia), aparecían como una administración relativamente independiente, y el Estado absolutista se concebía como un estado de leyes, lo que lo distinguía de una tiranía.