Imperio bizantino

Introducción

Imperio bizantino es el término historiográfico utilizado desde el siglo XVIII para referirse al Imperio romano de Oriente en la Edad Media. La capital de este Imperio cristiano se encontraba en Constantinopla, de cuyo nombre antiguo, Bizancio, fue creado el término Imperio bizantino por la erudición ilustrada de los siglos XVII y XVIII.

En tanto que es la continuación de la parte oriental del Imperio romano, su transformación en una entidad cultural diferente de Occidente puede verse como un proceso que se inició cuando el emperador Constantino I el Grande trasladó la capital a la antigua Bizancio (que entonces rebautizó como Nueva Roma, y más tarde se denominaría Constantinopla); continuó con la escisión definitiva del Imperio romano en dos partes tras la muerte de Teodosio I, en 395, y la posterior desaparición, en 476, del Imperio romano de Occidente; y alcanzó su culminación durante el siglo VII, bajo el emperador Heraclio I, con cuyas reformas (sobre todo, la reorganización del ejército y la adopción del griego como lengua oficial), el Imperio adquirió un carácter marcadamente diferente al del viejo Imperio romano.

Historia

En tanto que el Imperio de Occidente se hundía de forma definitiva, los sucesores de Teodosio fueron capaces de conjurar las sucesivas invasiones de pueblos bárbaros que amenazaron el Imperio de Oriente.

Los visigodos fueron desviados hacia Occidente por el emperador Arcadio (395-408). Su sucesor, Teodosio II (408-450) reforzó las murallas de Constantinopla, haciendo de ella una ciudad inexpugnable (de hecho, no sería conquistada por tropas extranjeras hasta 1204), y logró evitar la invasión de los hunos mediante el pago tributos hasta que, tras la muerte de Atila, en 453, se disgregaron y dejaron de representar un peligro.

Por su parte, Zenón (474-491) evitó la invasión del ostrogodo Teodorico, dirigiéndolo hacia Italia.

La unidad religiosa fue amenazada por las herejías que proliferaron en la mitad oriental del Imperio, y que pusieron de relieve la división en materia doctrinal entre las cuatro principales sedes orientales: Constantinopla, Antioquía, Jerusalén y Alejandría.

Ya en 325, el Concilio de Nicea había condenado el arrianismo, que negaba la divinidad de Cristo. En 431, el Concilio de Éfeso declaró herético el nestorianismo.

La crisis más duradera, sin embargo, fue la causada por la herejía monofisita, que afirmaba que Cristo sólo tenía una naturaleza, la divina.

Aunque fue también condenada por el concilio de Calcedonia, en 451, había ganado numerosos adeptos, sobre todo en Egipto y Siria, y todos los emperadores fracasaron en sus intentos de restablecer la unidad religiosa.

En este período se inicia también la estrecha asociación entre la Iglesia y el Imperio: León I (457-474) fue el primer emperador coronado por el patriarca de Constantinopla.

A finales del siglo V, durante el reinado del emperador Anastasio I, el peligro que suponían las invasiones bárbaras parece definitivamente conjurado.

Los pueblos germánicos, ya asentados en el desaparecido Imperio de Occidente, están demasiado ocupados consolidando sus respectivas monarquías como para interesarse por Bizancio.

Transformaciones

La recuperación de la autoridad imperial y la mayor estabilidad de los siglos siguientes trajo consigo también un proceso de helenización, es decir, de recuperación de la identidad griega frente a la oficial entidad romana de las instituciones, cosa más posible entonces, dada la limitación y homogeneización geográfica producida por la pérdida de las provincias, y que permitía una organización territorial militarizada y más fácilmente gestionable: los temas (themata) con la adscripción a la tierra de los militares en ellos establecidos, lo que produjo formas similares al feudalismo occidental.

A principios del siglo IX, el Imperio había sufrido varias transformaciones importantes:

Uniformización cultural y religiosa: la pérdida frente al Islam de las provincias de Siria, Palestina y Egipto trajo como consecuencia una mayor uniformidad. Los territorios que el Imperio conservaba a mediados del siglo VII eran de cultura fundamentalmente griega.

El latín fue definitivamente abandonado en favor del griego. Ya en 629, durante el reinado de Heraclio, está documentado el uso del término griego basileus en lugar del latín augustus.

En el aspecto religioso, la incorporación de estas provincias al Islam dio por concluida la crisis monofisita, y en 843 el triunfo de los iconódulos supuso por fin la unidad religiosa.

Reorganización territorial: en el siglo VII —probablemente en época de Constante II (641-668)— el Imperio fue dotado de una nueva organización territorial para hacer más eficaz su defensa.

El territorio bizantino se organizó en los themata, distritos militares que eran al mismo tiempo circunscripciones administrativas, y cuyo gobernador y jefe militar, el estrategos, gozaba de una amplia autonomía.

Ruralización: la pérdida de las provincias del Sur, donde más desarrollo habían alcanzado la artesanía y el comercio, implicó que la economía bizantina pasara a ser esencialmente agraria.

La irrupción del Islam en el Mediterráneo a partir del siglo VIII dificultó las rutas comerciales. Decreció la población y la importancia de las ciudades en el conjunto del Imperio, en tanto que empezaba a desarrollarse una nueva clase social, la aristocracia latifundista, especialmente en Asia Menor.

La mayoría de estas transformaciones se dio como consecuencia de la pérdida de las provincias de Egipto, Siria y Palestina, que fueron arrebatadas por el Islam.

Iglesia y estado en el imperio bizantino

En Oriente, cuyo centro era Constantinopla, los cristianos evolucionaron hacia una postura de relativa subordinación al Estado. Mientras la Iglesia estuviera libre para perseguir su interés por la salvación eterna, considerando que podría mantener la integridad de su postura religiosa.

Sin embargo, al mismo tiempo, la Iglesia apoyó al emperador, quien también aspiró a representar la autoridad divina.

Al aceptar este planteamiento, la Iglesia, a su vez, asumió el cesaropapismo, es decir, la subordinación de la Iglesia a las peticiones religiosas del orden político dominante.

Esta actitud se hizo muy evidente en la época en que el poder bizantino culminó a fines del primer milenio de la historia cristiana.

Política religiosa

Tras la resolución del conflicto iconoclasta, se restauró la unidad religiosa del Imperio. No obstante, hubo de hacerse frente a la herejía de los paulicianos, que en el siglo IX llegó a tener una gran difusión en Asia Menor, así como a su rebrote en Bulgaria, la doctrina bogomilita.

Durante esta época fueron evangelizados los búlgaros. Esta expansión del cristianismo oriental provocó los recelos de Roma, y a mediados del siglo IX estalló una grave crisis entre el patriarca de Constantinopla, Focio y el papa Nicolás I, quienes se excomulgaron mutuamente, produciéndose una primera separación de las iglesias oriental y occidental que se conoce como Cisma de Focio.

Además de la rivalidad por la primacía entre las sedes de Roma y Constantinopla, existían algunos desacuerdos doctrinales. El Cisma de Focio fue, sin embargo, breve, y hacia 877 las relaciones entre Oriente y Occidente volvieron a la normalidad.

La ruptura definitiva con Roma se consumó en 1054, con motivo de una disputa sobre el texto del Credo, en el que los teólogos latinos habían incluido la cláusula filioque, significando así, en contra de la tradición de las iglesias orientales, que el Espíritu Santo procedía no sólo del Padre, sino también del Hijo.

Existía también desacuerdo en otros muchos temas menores, y subyacía, sobre todo, el enfrentamiento por la primacía entre las dos antiguas capitales del Imperio.

La caída de constantinopla

La historia de Bizancio tras la reconquista de la capital por Miguel VIII Paleólogo es la de una prologada decadencia. En el lado oriental el avance turco redujo casi a la nada los dominios asiáticos del Imperio, convertido en algunas etapas en vasallo de los otomanos, en los Balcanes debió competir con los estados griegos y latinos que habían surgido a raíz de la conquista de Constantinopla en 1204, y en el Mediterráneo la superioridad naval veneciana dejaba muy pocas opciones a Constantinopla.

Además, durante el siglo XIV el Imperio, convertido en uno más de numerosos estados balcánicos, debió afrontar la terrible revuelta de los almogávares catalanes y dos devastadoras guerras civiles.

Durante un tiempo el Imperio sobrevivió simplemente porque selyúcidas, mongoles y persas safávidas estaban demasiado divididos para poder atacar, pero finalmente los turcos otomanos invadieron todo lo que quedaba de las posesiones bizantinas a excepción de un número de ciudades portuarias.

El Imperio apeló a Occidente en busca de ayuda, pero los diferentes estados ponían como condición la reunificación de la iglesia católica y la ortodoxa.

La unidad de las iglesias fue considerada, y ocasionalmente llevada a cabo por decreto legal, pero los ciudadanos ortodoxos no aceptarían el catolicismo romano. Algunos combatientes occidentales llegaron en auxilio de Bizancio, pero muchos prefirieron dejar al Imperio sucumbir, y no hicieron nada cuando los otomanos conquistaron los territorios restantes.

Constantinopla fue en un principio desestimada en pos de su conquista debido a sus poderosas defensas, pero con el advenimiento de los cañones, las murallas —que había sido impenetrables excepto para la Cuarta Cruzada durante más de 1000 años— ya no ofrecían la protección adecuada frente a los turcos Otomanos.

La Caída de Constantinopla finalmente se produjo después de un sitio de dos meses llevado a cabo por Mehmet II el 29 de mayo de 1453.

El último emperador Bizantino, Constantino XI Paleologo, fue visto por última vez cuando entraba en combate con las tropas de jenízaros de los sitiadores otomanos, que superaban de manera aplastante a los bizantinos. Mehmet II también conquistó Mistra en 1460 y Trebisonda en 1461.