La aproximación al desafío tecnológico es previa a cualquier alternativa ideológica, es una aproximación transversal. Cada hombre puede ser conservador progresista, socialista, liberal o socialista. Se puede ser de la tribu de política que se quiera, pero ante la revolución tecnológica lo primero que tiene que quedar claro para los responsables políticos y para cualquier persona que asuma una responsabilidad en su país, es que uno no puede volver la espalda a ese cambio mayúsculo del mundo.
¿Qué problemas plantea la revolución tecnológica? Plante a un triángulo problemático realmente difícil de equilibrar, un triple problema de competitividad, de empleo y de sostenibilidad del Estado de bienestar en las sociedades desarrolladas.
Los problemas de competitividad son visibles. Quien no se adapta, y rápidamente, a los cambios tecnológicos con un proceso permanente de reconversión y de reestructuración, queda tarde o temprano fuera del mercado. Y nadie será capaz de cerrar las fronteras en una imperial autarquía, salvo a costa de un retraso o de un rezago histórico todavía mayor y a veces irrecuperable.
El desafío ineludible de la competitividad plantea por su parte un gravísimo problema de empleo, por el incremento de la productividad de cada persona ocupada que la misma revolución tecnológica está provocando. Esta revolución, conviene recordarlo, empieza con la crisis del petróleo de los años setenta, cuando las materias primas se encarecen. Se impulsa entonces un proceso de cambio tecnológico cuya finalidad última es liberarse de la dependencia de unas materias primas de unas materias primas que pueden costar muy caro. Los países desarrollados son dependientes enérgicamente, y no quieren renunciar, naturalmente su nivel de desarrollo. Su respuesta a ese desafío es un proceso de cambio tecnológico que incrementa la productividad hasta extremos inconcebibles.
Se plantea entonces uno de esos problemas clásicos de las sociedades desarrolladas: esa base de población ocupadas debe ser capaz de sostener a lo que son sectores pasivos de la sociedad, a las personas mayores y los desempleados, en una política de solidaridad a través de las pensiones, los servicios públicos, la sanidad, etcétera. Pero esa base de la población ocupada se seguirá estrechando, al tiempo que está cambiando,y profundamente, el concepto de solidaridad.
Los discípulos de Carlos Marx dirían que la solidaridad es en lo fundamental una experiencia de clase. Digamos en términos sociológicamente un poco más modernos y desde luego más políticamente correctos, que la solidaridad es una experiencia vital compartida. El entorno de la experiencia vital compartida está cambiando, ha cambiado extraordinariamente. Por ejemplo, el trabajo en la agricultura de grandes masas de trabajadores recogiendo la cosecha ya no se produce en esos términos. Se obtiene hoy de manera absolutamente automatizada y mecanizada.
Pensemos en la industria textil. Han pasado a la historia los grandes telares en los que miles de hombres o mujeres desarrollaban su empleo como parte de una cadena de producción y que ahora han sido sustituidos por máquinas. Lo mismo ha sucedido o tiende a suceder en las grandes siderúrgicas, en los grandes sectores de la construcción naval, y en la minería, donde de padres a hijos y a nietos se reproducía un mismo sistema de trabajo y de vida, casi siempre una misma profesión. Había pequeñas subidas en el escalón social. Si el padre era peón, tal vez el hijo consiguiera ser especialista y tal vez el hijo del hijo, oficial de primera o maestro. Pero siempre dentro de la misma estructura social, compartiendo la misma vivencia en el barrio o el pueblo, de la noche a la mañana, generación tras generación.
Bien, el sistema productivo ha cambiado, la revolución tecnológica está liquidando esto. El hombre si ha vuelto un nuevo pastor de máquinas, la cual no es mala imagen, puede incluso literalmente ser representativa de lo que quiero decir. El hombre no está dentro de la máquina, como parte de la máquina en la cadena de producción. La revolución tecnológica lo va a liberar de ese proceso, ya no cenará botellas de vino dando con un martillo al tapón de corcho. Eso es una liberación sin duda, pero ese cambio radical del trabajo está creando una conciencia distinta que afecta a la solidaridad.
Como experiencia vital compartida la solidaridad sólo se expresa hoy en el sistema educativo, a través del sistema educativo, siempre que se tenga una educación que ofrezca igualdad de oportunidades. Lo que nosotros llamamos educación pública, el lugar donde el niño y el adolescente pueden convivir con la diferencia social, con la diferencia política, la étnica, la religiosa, la de color, la de raza o incluso la de capacidad, me parece primordial para preservar algo de lo que podría ser en el siglo XXI el sentimiento de solidaridad, una conciencia de solidaridad capaz de mantener la coherencia social, porque conociendo lasdiferencias, se respetan.
La pirámide del trabajo se ha invertido en las sociedades desarrolladas. Quedan pocas gentes ocupadas y sobre esas pocas gentes ocupadas, que producen mucho más, pesa una población pasiva cada vez mayor. Los ocupados serán cada vez más visibles al mensaje neoliberal fundamentalista que toca al individuo diciendo: ¿por qué usted, que puede resolver sus problemas de educación, sus problemas de salud y capitalizar su propia pensión personal, se va a preocupar de tanta gente que depende de su trabajo y de su esfuerzo, si le va a salir más barato este sistema que pagar impuestos? La quiebra de la solidaridad, unida a la transformación que está produciendo, entre otros factores, la revolución tecnológica, es uno de los desafíos más serios que tienen por delante quienes creen que lo fundamental para la política es dar una respuesta a los problemas de la sociedad.