La satisfacción del cliente suele rebasar la cantidad de dinero que ha pagado por un producto y desembocar, por lo tanto, en una serie de consideraciones que justifican la noción de intercambio. Tanto aquellos atributos funcionales, psicológicos y sociales del producto, como aquellos que se derivan de la información, el conocimiento y la asesoría después de la acción de compra.
En consecuencia, la satisfacción sobreviene a la creación de valor, cuando ésta se extiende por encima del precio. Toda vez que la percepción y la estima de los beneficios son factores mucho más poderosos que los costos de adquisición (aunque intangibles).
No obstante, la percepción y la estima hacia un mismo producto varíen de persona a persona.
Por ello mismo, es importante conocer todo aquello que un cliente necesita y espera de un producto, de tal modo que las promesas hechas en un anuncio sean congruentes con las características del mismo. Es decir, que sean satisfechas en cuanto a función, aprecio y afecto. Ratificándolas, en el mejor de los casos.
Ratificando, incluso, la confianza que el cliente ha depositado en la publicidad. Aspecto que ha de fortalecer –también– su propio valor.